Domingo de Pentecostés

 

Jn 20, 19-23; Lc 24, 36-9; Hech 1, 1-13

 

    Lo contó bellamente el evangelista Juan
en una catequesis parabólica.

Era la tarde del día primero de la semana,
nuestro domigo de Pascua.
Estaban los discípulos de Jesús, no solo los Once,
con las puertas cerradas por miedo a los judíos.

La paz esté con vosotros,
les dijo Jesús, mostrádoles las manos y el costado.

Y todos se alegraron grandemente.
Repitió el saludo, y añadió:
-Como me ha enviado el Padre, yo os envío.
Sopló entonces con todas sus fuerzas y les dijo:
Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les serán perdonados,
y a quienes se los retengáis, les serán retenidos.

Era la escena fundante de la Iglesia:
experiencia pascual y acción misionera.
La Pascua es presencia gloriosa de Jesús Crucificado,
paz reconfortante, vivaz y creadora,
que ahuyenta el miedo con la gracia de la vida.
El Espíritu es la antigua y nueva creación,
el soplo original del que depende el mundo.
La Pascua se vuelve misión, envío del Padre
y envío del mismo Jesús a todo el mundo.
Gracia creadora de perdón
para una humanidad dividida y enfrentada,
que busca la paz en cualquier lugar y tiempo.

Lucas añade en el libro de los Hechos
la experiencia del mi
smo grupo apostólico,
-incluidas las mujeres y la madre de Jesús y sus hermanos-,
el día grande de Pentecostés, la antigua fiesta de la siega,
la fiesta actual de la alianza renovada.
El Espíritu se describe aquí
impetuosaa ráfaga de viento,
que llenó la casa donde se encontraban,
y unas lenguas como de fuego,
posadas sobre cada uno de ellos.

Todos se llenaron de ese Espíritu
y empezaron a hablar en varias lenguas
con gente de toda etnia y locución,
como, en tiempos de Moisés y de Samuel,
hacían los profetas.
De modo que  muchas personas,
aunque fueran solo las nueve de la mañana,
creyeron que estaban llenos de mosto.
Pero no, era muy pronto.
Era el mosto ferviente del Espíritu Santo.