Chamberí

Con ocasión de un congreso de historia al que me invitan, me mandan a un pequeño y caluroso hotel del barrio madrileño de Chamberí, a unos pasos de la calle Galileo. Aquí estrené con mi madre y un colega mi primera estancia en la capital, con escasos medios económicos, allá por octubre de 1965, un año difícil en mi vida. Me acerco a nuestra antigua y apretada vivienda, alta fachada de ladrillo rojo con ligeros voladizos de ventanas. Han pintado unos ciervos en la pared frontera de la entrada. Veo el arranque de la escalera enjuta y oscura junto al ascensor. La calle Galileo, como las aledañas y perpendiculares de Vallehermoso, Blasco de Garay, Guzmán el Bueno, y las transversales, algo más amplias, Joaquín María López, Donoso Cortés, Fernández de los Ríos, Fernando el Católico, etc., son calles largas, con acacias negruzcas de gases a los dos lados, llenas de tiendas y de pequeños comercios. Similares a las de una ciudad pequeña y próxima. Todavía en aquellos días las bolsas de basura se llevaban en carros tirados por burros. Noto los cambios evidentes en algunos solares, veo algunos jardines y centros culturales nuevos, visito la iglesia escurialense del Santo Cristo de las Victorias, que era nuestra parroquia; hoy lleva una placa, fechada en 1971, en recuerdo de su párroco fundador. Sigo luego por la bulliciosa avenida Cea Bermúdez hasta llegar, bajo los dos grandes hospitales, a los terrenos de la Ciudad Universitaria, donde contemplo una amplia transformación de espacios ajardinados en torno a lo que es hoy el Museo de América, entonces también residencia, en la que pasé los primeros días de mi estancia madrileña. Pinares y paseos alegres tras el trabajo en bibliotecas archivos y clases. Inolvidables crepúsculos sobre la Casa de Campo, cerca de la que viví después casi ocho años. Todo es hoy más luminoso, limpio y ordenado, más ruidoso también. Un tanto extraño pero a la vez tan mío. Iglesia universitaria, antaño, con los curas ilustrados Sopeña, Maldonado, Aguirre… Colegios Mayores cercanos, vivaces espacios entonces de encuentros y sorpresas, de muchos proyectos renovadores. Cuántos sueños, ilusiones y congojas, cuántas decisiones, siempre discutibles. Peregrino esta tarde no sólo hacia lugares familiares, vueltos a visitar, sino hacia mi propia vida anterior e interior. Peregrino de mí mismo, pero, en verdad, de la misma humanidad que a todos nos semeja y hasta constituye, y, en definitiva, de Dios, hacia el que, sabiendolo o no, queriéndolo o no, por unos u otros tajos o atajos, todos peregrinamos.