Castro-castillo de Añézcar

 

             Añézcar, antiguo concejo de la Cendea de Ansoain y ahora concejo del municipio de Berroiplano, ha triplicado sus habitantes en un siglo y su nombre ha ido a la par de Contrucciones Metálicas AÑURI, del Centro Hípico Añézcar, construido en los ochenta con muchas pistas, cubiertas y descubiertas, y de la reciente urbanización de tres hiladas de casas exentas entre el pueblo viejo y la carretera, que acoge a la mayoría de su población. Delante de su linda iglesia protogótica parte el camino que sube al castro y al castillo de Sardea (¿horquilla de púas?), poco conocidos de casi todos. Ya nos dice una joven, que baja del  monte con su perro:

Hay mucho camino, ¿eh? Y, además, arriba no hay nada.
-Ya, ya…

Pero no nos desanimamos. Subimos, llevando a nuestra derecha una ladera espesa de pinos, cedros, cipreses, herbazal y matorral, que da a la carretera, y, a nuestra izquierda, robles, quejigos, algunas carrascas y bojes. A los lados del camino, cercado a ratos por vallas de alambre viejo, muchas lechetreznas con sus flores exóticas en umbela, muchos durillos o laurentinos con sus blancos corimbos, amarillas allagas, rosales silvestres, endrinos, madreselvas a punto de florecer, margaritas, estrelladas, cuernecillos… A medio camino, vemos dos yeguas blancas con un potrillo pinto, y cerca, otra yegua de color oscuro con otro potrillo. Están a lo suyo y no se espantan ni nos espantan. La verdad, no nos extraña, estando tan cerca el Centro Hípico. Y lo cierto es que durante todo el trayecto vemos huellas inconfundibles de caballos y yeguas, con el olor natural correspondiente.

El monte, como nos suele suceder, es mucho más amplio de lo que creíamos.  Y más alto, incluso. Llegados a la cima -la llamada peña de Larragueta-, verdadero murallón rocoso, en rampa noroeste-sureste, que termina en dos imponentes farallones, lo recorremos todo hasta el extremo más alto. Aqui hubo un castillo o torre defensiva medieval y con sus ruinas se levantó después la ermita de San Salvador, viva aún a fines del XVIII , a la que el pueblo acudía en romería. Por si algo faltaba, se erigió en los años cuarenta del sigo XX un cartel publicitario del célebre toro de Osborne, que era todo un totem para los que pasábamos por allí. Un movimiento de tierra lo removió hace años y el cartel, a pesar de su guapura, fue retirado. Con todo lo cual, y sabiendo que hubo numerosos frentes de cantera de piedra y cal, abiertos en este punto, si antes quedaban pocos restos, ahora quedan aún menos, además del cemento posterior añadido.  Un terraplén de tierra, obra antrópica, en la parte oriental, la menos naturalmente defendida, hacía de muralla del oppidum, seguramente con un cerco superior empedrado, según los expertos

Por aqui encontró Amparo Castiella y después Javier Armendáriz abundantes restos de cerámica de la época del Hierro Medio y Final, y, lo que es más curioso, numerosos proyectiles plomizos de honda, o glandes, de la época republicana (siglo I a. C.). Lo que nos da a entender un asedio por parte de las tropas sertorianas, que, como en Irulegi, habrían acabado con el poblado.

Nos asomamos sobre los acantilados al cuadrángulo  que forma el pueblecito de Larragueta, pequeña plaza fuerte, muy renovada también; al robledal y urbanizaciones deportivas de Zuasti; a los pueblos de la Cendea de Olza y de la Cendea de Cizur, hasta Zariquiegui. La gentil combinación de los vsrios campos de colza amarilla entre el verde espeso de los trigales y el verde claro de los cebadales solo en en estos días de abril se puede contemplar. Allá, lejos, sobre las ripas del Arga, el campamento romano de Gazólaz.

Al volver, lamentamos el deterioro de muchos robles, atrapados y axfisiados por las lianas y consumidos por los líquenes. Relucientes también por esta parte están los sembrados de Elcarte y Oteiza, vecinos de Añézcar. En los montes que los encimeran luchan los pinos contra las hayas .Y, al fondo, siempre, el chafarrinón conurbano, que va desde Huarte hasta Zizur Mayor, bajo los dos vigilantes mayores, que son Izaga y la Higa de Monreal. En la pista principal del Centro Hípico, a nuestros pies, se mueven unos caballos. En la ladera de los pinos, las yeguas se han multiplicado.

Damos una vuelta por el disperso pueblo viejo, al que el bello y amplio hipódromo, junto con las naves industriales y la urbanización reciente, le han cambiado la fisonomía. Queda la iglesia de san Andrés como el mejor recuerdo de los siglos. Preciosa portada del románico popular: en los capiteles, bajo las arquivoltas de arco apuntado, siguen estando dos hombres que luchan, un águila con un conejo en sus garras, dos personas orantes, dos centaruos contrapuestos… En los cimacios, lucen palmetas, hojas de hiedra, pámpanos, cepas… No hemos vsto una viña en todos los alrededores visibles. Pero aqui tenemos un testimonio irrefutable de las viñas que hasta hace poco hicieron famoso el txakolí local…