Triduo Pascual

 (Viernes, Sábado y Domingo de Pascua)

                            I

Era solamente para ellos
un impostor artero,
un blasfemo arrogante,
un mago en ocasiones.
No fue el pueblo judío.
Sacerdotes y ancianos principales
y sumisos escribas,
tesoreros de la cueva de ladrones;
Antipas, el zorro, y su camada,
hipócritas sinuosos,
sicofantes políticos,
legalistas fanáticos
o escépticos de turno,
a medida de su propia conveniencia,
vendidos al poder del ocupante,
le llevaronn al prefecto Pilatos,
cobarde y temeroso ante las iras del César,
y entre todos a la cruz.

Fue un personaje incómodo.
Otro falso profeta,
reo de muerte, según la Torá.
Denunciador de públicos pecados,
crítico cáustico de observancias rituales
inhumanas,
que apelaba a su propia autoridad
como si fuera Dios.
Vino a los suyos y los suyos no le recibieron.

Un tribunal judío
reabrió el proceso de Jesús
en la ciudad que mata a los profetas,
un veinticinco de abril
de mil novecientos treinta y tres.
Y le absolvió por cuatro votos contra uno.
Pero en el año treinta de la era de Cristo
recordaban bien en Palestina
la represión feroz del legado de Siria
Quintilio Varo,
tras la revuelta de Judas Galileo,
repetida diez años más tarde,
que hizo olvidar a muchos
los múltiples delitos de Herodes el Grande,
un pelele de Roma,
y la amarga memoria de matanzas masivas
de los reyes asmomeos que rigieron Israel,
Alejandro Janeo o Juan Hircano.

Viva estaba a la vez en el pueblo
la figura admirable del Siervo de Yahvé,
cantado por el estro fogoso
del mayor de los profetas,
y el ejemplo del profeta Jeremías,
echado a la cisterna,
por anunciar, en el nombre de Dios,
la ruina de la infiel Jerusalén,
sin quedar habitante alguno entre sus muros:
Cual cordero llevado al matadero,
arbol talado en plena lozanía,
arrancado cruelmente de la tierra.

Un personaje incómodo
en cualquier tiempo y lugar para los suyos.
Un falso profeta perseguible
por pretender el presuntuoso
cambiar la conducta de los hombres
en el nombre de Dios.
¿Quién era él para eso?
La historia de los mártires de todos los siglos
lo comprueba.
No nos hagamos falsas iusiones,
abstraídos del peso de la historia.

Tras la muerte de Cristo,
en tiempos de hambrunas y graves impuestos,
volvió la violencia a Palestina,
si alguna vez la hubo abandonado.
Prefectos implacables,
sacerdotes oscuros y sacrílegos,
corruptos herodianos,
fanáticos zelotas
derramaron de nuevo la sangre de los justos:
Esteban protomártir,
Santiago el Zebedeo,
o Santiago el hermano de Jesús,
entre otros muchos.
Y una guerra civil y antiromana
destruyó lo que quedaba
del antiguo Israel.

                         

                            II

La historia de este mundo, hasta el día de hoy,
fehacientemente ha demostrado
que la supresión de los más débiles,
que levanten la voz y pongan en cuestión
el estado de cosas,
es el sumo remedio
de quien tiene el poder de la vida y la muerte.
Este mundo, hasta el día de hoy,
es un inmenso cementerio de reos insepultos,
a veces arrojados a la fosa común,
de muertos olvidados,
de crímenes sin nombre
o crímenes cantados por poetas oficiales.
Este mundo, hasta el día de hoy,
es un inmenso y frío
sábado santo universal
de reos incontables,
crucificados, muertos,
y, a veces,
piadosamente sepultados.

                          III

Los discípulos cercanos de Jesús de Nazaret,
que le dejaron solo ante la cruz,
pobres alimañas perseguidas por el miedo,
se encontraron con él a los tres días
de su muerte.
Poco importa su frágil testimonio
de si vieron visiones
o si él se les mostró,
se dejó ver,
al volver, tras el susto, a Galilea.
Los cuatro evangelistas,
lo dicen con la lengua de los símbolos,
la única posible en el mundo del espíritu,
en bellísimas parábolas,
prodigio incomparable
de la literatura universal.

No bastaban las pruebas
sacadas del Antiguo Testamento,
ni todos los recursos
de la sabia razón.
Lo probaron mejor, y pronto, con su sangre,
con la prueba total del arrojo de su vida
por la causa del reino de Jesús.
Es la prueba sin réplica.
Jesús resucitado, vencedor de la muerte,
fue su impulso, su razón, su meta.
Su vida contagiosa y perviviente
los salvó de la duda,
la mediocridad y el sinsentido,
de cualquier vuelta atrás.

Desde aquella mañana pascual y florecida
Jesús se deja ver
por todo aquél que cree en su palabra.