Segundo domingo de Adviento

 

(Mt 3, 1-12)

El vozarrón de Juan, llamado el Bautista,
clamaba eficazmente en el desierto
preparando el camino del Señor,
que llegaba inminente con su Reino.
Vestía el profeta una túnica
hecha de pelos de camello;
langostas y miel silvestre
eran su único alimento.
Venía al Jordán la gente a bautizarse
 en señal de conversión
y firme arrepentimiento.

El profeta arremetía con palabras ardientes
contra  algunos fariseos
allí presentes,
y algunos saduceos,

maestros de la ley, raza de víboras,
que engañaban a su pueblo:
el hacha estaba puesta ya en la raíz
de los árboles sin fruto
para ser abrasados en el fuego.
Y fuego amenazaba en nombre del Espíritu de Dios
que iba a completar su breve ministerio:
en sus manos airadas,
                                    el decisivo bieldo
aventador de la paja combustible de la era
para poder llevar el trigo hasta el granero.

Era Juan todavía
figura del Viejo Testamento.
Jesús de Nazaret, más fuerte que él,
que había de venir
para dar al bautismo de aquél cabal cumplimiento,
no venía con el hacha
ni el bieldo justiciero.