Rosario en la catedral

Heredé de mi abuela y de mis tíos, habitantes de las casas de los canónigos, la devoción al Rosario de los Esclavos (de Santa María), del que mi madre fue también devota. Nos recordaba, además, aquel entrañable rosario de octubre por las calles de mi pueblo. La única vez en el año, según ella, en que me veía levantarme con gusto de la cama. Era para coger el farol, eso seguro, y ojalá que hubiera por dentro también algo de cariño a la Virgen. Había un estandarte con la Virgen del Rosario, que llevaba una persona mayor y tres faroles sencillos, uno grande y dos más pequeños. Íbamos naturalmente a por el grande, pero sólo lo llevaba quien llegaba el primero. Luego, la procesión por aquellas calles empedradas y mal iluminadas, entre ladridos de perros y los primeros ruidos de las caballerías. Y al final, la misa primera (de tres que había) con mucha gente, sobre todo los primeros días del mes, rezando otro rosario mientras el cura recitaba los latines litúrgicos en voz baja y de espaldas al personal. Qué otros tiempos. Voy al rosario de la catedral, atravesando la cálida noche de octubre, con las calles rebosantes de un gentío alegre y clamoroso, como en las vendimias antiguas. También hoy los bancos del templo está llenos. Un grupo de adolescentes, chicos y alguna chica, alineados frente al altar mayor, van a llevar los quince nuevos faroles (los quince misterios), y cuatro adultos los cuatro faroles más grandes, apoyados en recios correajes atados a la cintura, que acompañan a los dos estandartes de la Inmaculada y de la Virgen del Sagrario. Entre misterio y misterio, a la vieja canturria del coro, de letra poco menos que ininteligible, respondemos con el mismo tono triste y compungido:
Virgen del Sagrario / Reina celestial / libra a tus esclavos / de culpa mortal.
Letra y música tan lejanas de los gustos de hoy. ¿Qué pensarán esos chicos? Los hombres de mi edad cargamos ya con toda naturalidad “culturas” convivientes. Llega el quinto misterio. Tras un campanillazo -como el de aquella campanilla de la aurora que tenía mi abuelo en casa-, y tras un padrenuestro solemne cantado por un benemérito coro en pie, acompañado por el órgano, arranca la procesión, en dos filas lentas, primero los varones y detrás las mujeres, por las naves laterales. Nos repartimos, coro y público, las Ave-Marías populares y marchosas. Vamos animando con nuestra rueda a toda la rica imaginería celeste de los retablos, sorprendida por las luces góticas de las bóvedas altas y misteriosas. La música de fondo y el arranque de la fe nos elevan a una atmósfera que sobrevuela tiempos y espacios. Ahora mismo me iría contento directamente al cielo, por los méritos de ese Cristo de Anchieta, que es mi escultura preferida y mi dilecto rincón catedralicio. Canta de nuevo el coro, dirigido por un muchacho de voz resonante, una melodía a voces y damos otra vuelta recitando la letanía. ¿Soy el chico de ayer o es verdad que somos también lo que fuimos y lo que queremos ser?