“Las estaciones” de Vivaldi

Vuelvo a escuchar la obra más conocida y reconocida del fertilísimo  prete rosso, director del coro del Ospedale della Pietà, tan admirado por Barch, que transcribió  diez de de sus conciertos para órgano y clave. Es una de esas obras clásicas, dentro del barroco, que siempre se oyen de manera nueva y de manera nueva nos llenan de vida. Esta vez, de la mano larga del primer violín del fundador y director del conjunto Europa Galante (1990), el barroco italiano más reconocido en el mundo. Tras un concerto grosso de Corelli y la suite galante de Teleman, Burlesque de Quixotte -precedente de su ópera quijotesca-, que no conocía, he gozado intensamente la obra de Vivaldi, que me la sé casi de memoria, y  me parece una obra cumbre de la música programática o descriptiva, llena de dramatismo natural, de fuerza humana, de contraste continuo -como la naturaleza, jubilosa y terrible-, con su triple movimiento, vivo-lento-vivo, en un diálogo permanente entre el solo de violín y la orquesta de violines,  violas, bajo, violoncelos y zanfoña. Tan encantado y encantador, que hasta Rousseau lo adoptó parcialmente para su flauta. Por las cuatro estaciones pasan, reviviéndonos tantas estaciones de nuestra vida, las múltiples músicas primaverales, estivales, otoñales e invernales de los pájaros, los arroyos, tuenos y relámpagos, perros de pastor, pastores danzantes, cucos, tórtolas, jilgueros, céfiros y vientos, moscas y mscones, cazadores jocundos, lluvias, vientos, y seres humanos jugando y riendo sobre nieves y sobre hielos…  Si hubiera que elegir, me quedaría con los los allegros primeros de la  primavera y del otoño, las estaciones más bellas para los pueblos mediterráneos; el adagio mágico otoñal, y el bellísimo adagio del invierno, que nos deja ensoñados bajo la fina lluvia de enero, de la que nos despiertan sólo las escalas trepidantes del viento huracanado en forma de violines impetuosos.