El reino de Dios (y III)

El reino de Dios no viene sobre el mundo,
a tenor de unos cálculos humanos.
Ni en la noche de la Pascua judía,
o en la estricta observancia de la ley.
Ni por medio de fieros terremotos,
entre pestes y hambrunas
y espantosas señales en el cielo.

El reino ya ha llegado
en los hechos y palabras de Jesús,
que predica en las aldeas galileas.
Dichosos los ojos que lo ven,
los oidos que oyen sus hazañas.
Muchos reyes y profetas desearon
ver y oír lo que ahora
ven y oyen los que siguen al Maestro.

El reino de los cielos
comienza en esta tierra,
comienza en esta hora,
anunciando la Buena Noticia a los pobres
y curando a los enfermos y posesos del diablo
con el dedo de Dios,
como vieron los discípulos de Juan,
todavía encadenado en Maqueronte.

Es la hora del gozo colectivo.
No es la hora de penas, de lutos y de ayunos.
Viene el novio ( Jesús)
a invitar a los hombres a una fiesta de bodas,
y todos los dispuestos a escuchar su mensaje
se sientan jubilosos
a comer y beber en la mesa nupcial.

Pero todos no quieren asistir a la fiesta
y siguen empeñados en sus viejos rituales.
Rudas almas de curvo corazón
maquinarán constantes el odio y la venganza.
La ley y los profetas duraron hasta Juan.
Desde entonces el reino,
visible y vulnerable,
padece una violenta oposición
que matará la vida del Maestro
y entregará a los suyos
a reyes y prefectos,
a cadenas y cárceles,
a ser apedreados en las plazas,
al vientre de las fieras,
a la espada o la cruz.

Y el reino de Dios continuará
creciendo por los siglos,
entre cantos y llantos,
milagros y terrores,
entre fieles e infieles
a los hechos y palabras de Jesús,
siempre vivo y presente entre nosotros.