Del castro “El Muro” al barranco de Lasia (y II)

 

      Así nos enteramos de que todas la tierras de la Cooperativa que enchó a andar en los años cincuenta, en tiempos del párroco social Florentino Ezcurra, las lleva, con toda su maquinaria moderna, un señor que vive en Álava; que varios de los concejales que acaban de ser elegidos, viven fuera del pueblo, que es, por cierto, uno de los que acoge proporcionalmente a más extranjeros entre los pequeños municipios navarros.

Antes de entrar en la villa, nos detenemos para ver, a lo largo de casi un kilómetro, a ambos lados de la carretera, dos hileras de huertas con muchos árboles frutales, cercadas hacia el exterior por un muro corrido de mampostería, y que datan del siglo XVII, único paisaje de regadíos protegidos en Navarra en su estado original. Sendas acequias traen el agua de la regata antes citada a cada lado de las huertas, y otras dos corren también por el exterior. Algunos regadíos están en perfecto estado de producción, mientras otros, por falta ya de cultivadores, dejan pasar el agua al huertano más próximo. Un burrito nos saca sus grandes orejas por encima de la tapia de la huerta que tenemos delante.

En la plaza del pueblo, al otro lado del frontón, acaban de dar los premios de la carrera ciclista, que hemos intuido cuando estábamos escalando  el Muro. Hay un barullo saludable de corredores, bicicletas y servicios técnicos. Debajo de los dos grandes murales pintados por medio centenar de vecinos, en 2012 y 2017, en la parte trasera del juego de pelota, en los que aparecen los motivos del ferrocarril vasco-navarro, convertido en vía verde, y del patrimonio cultural del pueblo. Cuatro paisanos se sientan, a la sombra, en un banco de la plaza. Tomamos unos refrescos en la terraza de lo que un fue escuela unitaria de niños y niñas, con unos deliciosos dibujos naíf en la fachada. Nos sirve una señora eslava, y su niña, rubia como el sol de la tarde, corretea por los contornos de la antigua escuela.

Cuando nos vamos hacia Pamplona, vemos por casualidad un pequeño indicador: Barranco de Lasia. ¿Qué es eso? Nuestra ignorancia es grande, porque se trata de  una reserva natural, en la margen izquierda del río Ega, de unas 30 Ha, declarada por la ley foral de 10 de abril de 1987, con el fin de conservar en las mejores condiciones una muestra representativa de los carrascales del valle alto del Ega y de su fauna asociada. Entramos por una senda, prieta de vegetación y, a los pocos metros, las hierbas altas parecen indicar que por allí no ha pasado nadie en mucho tiempo. La senda se ensancha luego, en  medio del carrascal, con parecida vegetación a la que hemos visto en el camino hacia el castro: carrascas, encinas, madroños, algún que otro roble, enebros, viburnos, aulagas, ruscos… En el suelo abundan las flores vulnerarias, blanco-amarillas y rojo-violáceas; su nombre medicinal oculta a la vez sus propiedades astringentes, béquicas y laxantes. A ambos lados del camino vemos de cuando en cuando unos mojones bajos de piedra, con la T inscrita, lo que  nos hace dudar en un primer momento si esto no era el trayecto del tren Estella-Vitoria, pero no, el tren seguía un trayecto muy distinto. Después de un largo rato, el camino se inclina hacia la depresión del río y poco después se precipita hacia él. Vemos los roquedos en la otra vertiente de la vega y los chopos de las orillas del cauce. Ahí está el Ega, remansado, casi oculto, todavía adolescente, comenzando a hacerse navarro, para poder ser más tarde el río de Estella y de la Ribera navarra, donde, casi exhausto por las huertas y los pueblos, descansa en los brazos acogedores del Ebro. Un indicador nos dice que estamos en un área de cría del salmón. Damos unas zancadas  por la senda que contorna al río, en dirección al oeste. Pero el cielo parece cerrarse, la tarde se oscurece y tememos no poder volver a tiempo. Otro día, por el lado de la carretera, y bordeando el río, intentaremos llegar hasta el final del sorprendente barranco de Lasia.