En el ridículo la penitencia
Sorprenden (¿?) las declaraciones de Alfonso Guerra a la agencia Europa Press, comparando, como quien no dice nada, la descomposición de con actual, a causa, según él, de las alocadas exigencias de los nacionalistas (periféricos, se entiende). La comparación no puede ser más torpe e injusta. Además, lo dice quien, tras hacer una crítica pública y acerba al anteproyecto de Estatuto catalanista, no ha dicho una palabra durante todo el debate en que él preside y ha aprobado sin rechistar un texto que, según muchos de los mejores constitucionalistas españoles, es no solamente malo y perjudicial, que ya sería bastante, sino claramente inconstitucional y aun anticonstitucional. Pero Guerra es uno de los primeros artífices, tal vez el principal, de la estructura y organización de un partido tan rígido e inflexible, que “el que se mueve no sale en la foto” (frase suya). El partido como patria, como única y total referencia, mucho más que como iglesia. “La única conciencia es el programa del partido”, dijo en cierta ocasión uno de sus amigos. La verdad que el nacionalismo catalanista no está en el programa del partido, pero sí en el programa del Gobierno socialista en esta legislatura al menos. Así que las razones de Guerra que a muchos pueden parecer sensatas aparecen para quienes conocen bien la actuación completa de este político andaluz pura retórica, o tal vez un intento de justificación tardía e inútil, pero siempre partidista, como cuando hace responsable de toda la avalancha nacionalista, que tan bien le va al presidente Zapatero, al segundo gobierno de Aznar. De toda, la verdad, no. Y algo parecido podríamos decir, viendo la distancia entre lo dicho y lo hecho, sobre Bono, Ibarra, Leguina, Solchaga o Benegas… ¿Sólo demagogia? No lo creo. Pero ante todo, el Partido, y más, si gobierna.