Un sueño de madrugada

El pinzamiento de alguna vértebra cervical no me dejaba dormir ni mover siquiera la cabeza, hasta que me rindió el sueño cerca de las siete de la madrugada. Media hora más tarde me desperté sobresaltado y logré encender el “brazo” de la mesilla derecha, después de toda una serie de movimientos calculados, pero siempre dolorosos. Acababa de tener un sueño intenso, fulgurante, conmocionador, de ésos que durante siglos se han tenido como apariciones, y no es para menos. En un vasto espacio luminoso, donde no recuerdo objeto alguno, me encontré de bruces con mi madre en la flor de la vida. Fue tal la alegría que vivi, que para participarla corrí al teléfono (¿cómo sabia yo que allí había un teléfono?) para decir que mi madre vivía y que vinieran (quién, quienes) a verla. Pero en mi vital atropellamiento me equivoqué de jerarquía. Cuando volví, mi madre ya no estaba allí. Había, sí personas, desconocidas, un tanto etéreas, a las que pregunté por ella, pero no me dijeron nada. Pregunté por la hora que era (espacio y tiempo son las grandes coordenadas de hombre mortal). Nadie lo sabía. Nadie tenía reloj. En ese momento llegué a intuir aquella extraña, sobrecogedora realidad. Si el espacio era tan frágil, el tiempo lo era más. Y comencé a gritar: ¡Esto es el cielo! ¡Esto es el cielo! Sentí que la voz se me disminuía hasta casi anularse. Y entonces  me desperté.