El Maestro de Horcajo

 

La Natividad (c. 1400), pintura al temple sobre lienzo, del Maestro de Horcajo, que contemplo en el Bellas Artes, de Bilbao, es un pesebre alto y cuadrado de piedra blancuzca, en el patio tal vez de la posada, dentro del cual  un niño de carne  amarillenta y rojiza, entre pañales, abre sus brazos quizás sobre su madre arrodillada, cabellos rubios, túnica blanca y manto oscuro, apenas visible sobre  su cabeza el halo dorado de la santidad. Al lado derecho, se sienta -¿sobre unas tablas?- José, túnica blanquiazul y manto sonrosado, barba blanquinegra, cabeza reclinada sobre su mano derecha, en actitud reflexiva u orante y el halo cerrado sobre la cabeza.  Una mula negra y un buey rucio, salidos no sé de dónde, asoman sus cabezotas por encima del pesebre y parecen alentar hacia la criatura. Unos desdibujados montes lejanos cierran el horizonte. Un cielo, entre azulenco y gris, confuso, cubre la escena. Tonos pasteles en todo el cuadro. Es la pura sencillez. Los objetos indispensables para que todo sea lo más subjetivo posible. Es el “nacimiento”, “belén”, o “pesebre” más elemental que conozco. Una atmósfera nebulosa, de cendales, casi onírica, o simplemente misteriosa, lo envuelve todo. Podría titularse: “El Misterio”. El Maestro de Horcajo entendió bien lo que pintaba.