De San Cristóbal a San Quiriaco (I)

          Por los campos primaverales y primaverados de Lorca, Lácar y Alloz llegamos a Lerate, el pueblo más costero del mar de Tierra Estella, lago o, más técnicamente, embalse de Alloz, formado por los riachuelos Ogancia, Riezu-Ubagua, Guembe y Salado. Nos adentramos en seguida en el Valle de Guesálaz y llegamos al Alto de Guirguillano (765 m.), nombre de propiedad romana. Nada más llegar, vemos que tenemos ante los ojos el oppidum o castro que buscamos, un cerro amesetado y  escalonado, con fuertes pendientes –rampas y bancales-, por el norte, este y oeste, y no por el sur, en cuyo extremo resiste la ermita de San Cristóbal. En el libro Ermitas de Navarra, al mencionarla, se dice de ella: en el alto de su nombre, sobre desechos que han atraído a los arqueólogos.

Pro antes de ir a los desechos, nos asomamos al extremo septentrional del Valle de Mañeru, en cuya hondonada, drenada por el  regacho Aparra, se asienta el concejo de Etxarren de Guirguillano, con su palacio de cabo de amería. Le surmontan unas recortadas figuras geométricas de piezas de trigo, robados al monte en los términos de Muzkibidea y Kalbatxoko. Más a la derecha, el ancho Valdizarbe, somontano de las sierra del Perdon, del Puerto del Perdón (el otro Perdón) y Vllanueva.

Del mismo Alto parte  hacia el norte una especie de calzada romana, o que por tal la hemos  tenido hasta ahora. El panel colocado por la dinámica y cultural Asociación Tierras de Iranzu nos recuerda que la calzada partía de Andelo hasta Salinas de Oro, en busca de sal. Pero actuales arqueólogos, contradiciendo a muchos colegas anteriores, dudan de la cronología romana de la vía empredrada, llamada Camino de Iguste, que parte de Cirauqui (siglos XVIII-XIX), y eso a causa de su técnica constructiva, su diseño de ingeniería y su mismo trazado en una zona donde faltan testigos romanos, como en este mismo castro. Andamos dos kilómetros, entre las flores de abril  y entre piezas de trigo, admirando la primera parte de la obra, con fuertes sillares sosteniendo un lado y otro del camino, y dudando más en los tramos siguientes. De todos modos, comparándola con la genuina calzada romana de Ablitas, vemos, sí, notable diferencia. En la ladera septentrional del castro, término de Etxesakan, su primitivo foso natural, innumerables otaberas almohadilladas (genista hispánica) contienden con la luz del sol, cuando este no se deja enredar por las nubes que vienen y van, y nos perfuman todo el rato con un dulce olor, levemente amielado.

La verdad que  es difícil recorrer la superficie, hectárea y media, del poblado prerromano, porque el trigal está ya granado y tenemos que avanzar y retroceder por los orillos de la finca para no aplastar las cañas. En el flanco occidental quedan restos de una muralla de piedra arenisca en paramentos de sillarejo, colocada a canto seco sobre la roca natural. Javier Armendáriz encontró en el lugar abundantes pruebas cerámicas de fragmentos manufacturados y celtibéricos de toda la Edad del Hierro, igual que molinos de mano para la molturación de gramíneas, así como huesos de bóvidos, ovicápridos, de ciervo y jabalí. Ondulan rítmicas y jubilosas las cabezas del trigal al cierzo juguetón, que es cosa de ver.

Mientras comemos en el rellano sur, bajo la ermita, vemos cada vez más nimbiformes a las nubes que tenemos encima de nuestras cabezas, y, porque no somos nefólogos, nos tememos que, como nos pasó en Garinoain, no podamos alcanzar nuestro segundo objetivo, que es hoy el castro de San Quiriaco en Garisoain. Y San Quiriaco para nosotros quiere decir, como bien sabemos, difícil conquista.