Conocía de sobra
Jesús de Nazaret
aquel suplicio infame
-“crudelissimum et teterrimum supplicium“-,
propio de esclavos, bandoleros y rebeldes al Imperio.
A él le toca ahora.
Insomne, maltratado, escarnecido
por la tropa del Templo.
Vejado, escupido, flagelado
por soldados vecinos de Judea
que odian a los judíos.
Maltrecho e inestable,
incapaz de arrastrar el travesaño
hasta el cerro de la Calavera.
Desnudo hasta los huesos bien visibles,
lo tumban en tierra los verdugos,
le clavan las muñecas al madero,
y, una vez levantado,
le clavan los pies al palo vertical.
Los perros salvajes y los buitres
solían rematarlos.
Esta vez
el rey de los judíos tendrá más suerte,
por ser víspera de Fiesta.
Ya puede el Sumo Sacerdote
proseguir sus negocios y sus ritos
en el Templo.
Ya puede el señor Procurador,
Poncio Pilato,
cenar tranquilo, con las manos lavadas…
en la sangre del Justo.
Ya está el profeta exangüe,
como tantos profetas peligrosos de Israel.
Ya puede empezar la Pascua.
No hay nadie más, este año, que lo impida.