Tercer Domingo de Adviento

 

La fe de Jesús, luz en las tinieblas

          Si Jesús, el Cristo, puede compadecerse de nuestras flaquezas, porque ha sido probado en todo, como nosotros, excepto  en el pecado (Hebr 4,5). Si Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Luc 2,52), es que era limitado y falible, y muchas cosas le eran ignotas, ocultas y oscuras. Del día y la hora de la última venida de Dios, dice un día Jesús a sus discípulos, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre (Mc 13, 32). Fue, pues, su fe, confiada y fiel, y al mismo tiempo buscadora y progresiva. Tal vez Jesús, por ejemplo,  esperaba en un princpio, como discípulo de Juan el Bautizador, la irrupción gloriosa del Reino de Dios, cuando decía que algunos no probarían la muerte hasta que vieran venir en poder el Reino de Dios (Mc 9, 1), ocasión muy distinta a la que vivió cuando en el hueto de Getsemaní aceptó el cáiiz de la pasión y muerte y fundió su libertad con la voluntad misteriosa de Dios. No se entiende tampoco  la pedagógica y parabólica escena de las tentaciones del desierto, si no se tiene en cuenta la fe libre y generosa de Jesús, que elige no manipular el nombre de Dios y rechazar el populismo espectacular y el uso del poder en su misión salvadora. Prueba de una fe en camino, que madura, progresa, y escoge y se compromete con un estilo determinado de vida hacia un fin meditado y deseado, en total libertad, buscando siempre la voluntad de su Padre. Porque, al decir del viejo profeta judío, como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan los caminos de Dios a los de los hombres, y sus pensamientos a los nuestros (Is 55, 8-9).