Por San Vicente de la Sonsierra (I)

 

         No hay en Navarra ni en La Rioja nada parecido a San Vicente de la Sonsierra (bajo la bravía Sierra de Cantabria), que lleva en un cuartel de su escudo las cadenas de Navarra. Desde allí recorremos varios siglos, algunos de ellos dentro de nuestra propia historia. Es el caso que en su territorio existieron numerosos poblamientos: San Juan, San Pablo, San Pelayo, San Román, Artajona, Santiago Mutiluri (Pueblo de Santiago el joven), Ábalos… La primera referencia escrita data del siglo IX y en ella se cita a los reyes  de Pamplona. Nuestro  verdadero primer rey, Sancho Garcés I, donó San Vicente y sus propiedades al monasterio de Leyre en 1014, al que perteneció hasta el siglo XIV. Construyó el puente fortificado sobre el Ebro, que resistió hasta la fragorosa ríada de 1775, y que aún conserva buena parte de su estructura primitiva. Sancho VI  de Navarra concedió al lugar el fuero de Laguardia en 1172, como se recuerda en la portada principal de la Casa Consistorial, y su hijo Sancho VII comenzó a construir el castillo y sus murallas en 1194. Fue un decisivo bastión fronterizo frente a la poderosa Castilla, que lo ocupó varias veces y otras tantas tuvo  que desocuparlo, hasta que en 1437 se firmó  por última vez la paz entre los dos Reinos, quedando definitivamente la villa en manos castellanas. Nos acercamos a la vieja población navarra, que cuenta hoy con un millar y pico de habitantes, desde la villa ancestralmente enemiga  de Briones, el pueblo de las célebres Bodegas Vivanco. Pasear por el “puente medieval” de diez ojos sobre el Ebro, ancho y solemne, entre espesas frondas de árboles ribereños, musicados de pájaros; surcado, aguas arriba, por un grupo de coloridos piragüistas y, aguas abajo, por tres lentos y gregarios ansarones, mientras contemplamos la escarpada  muralla, natural y artesanal del viejo poblado, tras la que se levanta la iglesia gótica de Santa María y la torre mayor del castillo cimero…, no es cosa de todos los días. Para los guerreros castellanos que veían, miraban y temían  desde aqui este objetivo militar, muy distinto de la Jerusalén celeste, tenía que parecerles inaccesible e imposible de conquistar.