Por San Vicente de la Sonsierra (II)

 

        Tras yantar y descansar en el soto aledaño, vamos con el coche, burla burlando la pendiente  frontal, hasta la base del castillo, y recorremos a pie  lento todo el conjunto de la fortaleza, que en los últimos años de restauración ha cambiado notablemente. Estamos en un cerro alto, habitado ya por los hombres de la Primera Edad del Hierro, y después por los romanos, que dejaron su huella en una cisterna abierta en la cima. Recuerdo bien cuando llegué aquí por vez primera, un viernes santo, a ver la procesión de los famosos “picaós”; tuve que volver el año siguiente, porque salen el jueves anterior. Subo por la calle donde los ví, estremecido. Me evocaban los antiguos flagelantes de mis libros de texto y de mis lecturas, y tuve que hacer un juicio muy reflexivo para comprender el fenómeno entre el respeto y la libertad crítica. ¡Qué bien han trabajado los alumnos de la escuerla de cantería de Santo Domingo de la Calzada! Buena parte de la muralla primitiva más alta, con sus saeteras, ha salido a la luz, se han sostenido los paños, tratado las piedras, limpiado los accesos, tras desmontar toneladas de tierra y restos de construcciones medievales y más recientes. Subimos hasta la torre del reloj y la torre mayor, en cuyo interior se ha montado una escalera metálica  helicoidal para poder ascender hasta la cota más alta y poder contemplar, en medio de la rosa de los vientos, todo el horizonte, cercado por la Sierra de Cantabria, los abruptos montes Obarenses y la extensa y azul Sierra de Cameros, donde despunta pálido el San Lorenzo, todavía con nieve. Por el sur, una inmensa terraza aluvial de viiñedos, surcados de liños verdoyos sobre tierras ocres-rojas, y los blancos o coloreados palacios-castillos de las bodegas riojanas: sólo San Vicente cuenta con 27 de ellas. Ahí  cerca, el modesto castillo de Davalillo, en término de San Asensio, ahora de popiedad particular, declarada “de interés regional”, otro castillo alertado y montaraz en las viejas lindes del Reino de Navarra. Y, justo debajo, el Ebro cortado sin piedad por el puente por el que acabamos de pasar. En su día apresaron al río  para hacerle llegar hasta el próximo molino, y agrandaron así el río y la vegetación ribereña.  En lo que fue plaza de Armas del castillo se levantó la imponente iglesia de Santa María, en estilo tardío gótico, cerrada en este momento. Próxima a ella queda la diminuta, más que probable, iglesia parroquial primigenia de San Vicente, dentro del recinto fortaleza: de cuidada sillería, bóveda de medio cañón, canecillos anacelados, portada de arco apuntado y un contrafuerte meridiconal. Es la iglesia de San Juan de la Cerca  o San Juan de Arriba, una joya románica. Una placa de piedra muy posterior sobre la puerta nos avisa que es la sede de los “picáos”: “Cofradía de la Vera Cruz de cofrades penitentes”. Bajamos por un sendero de piedra menuda que atraviesa un jardincillo,  encima de  la “Puerta de Navarra”, y damos otra vuelta por el casco viejo y alto, rico en casonas de grandes sillares, con bellos escudos en las fachadas o en los chaaflanes, y en pintorescas bodegas incrustadas en la tierra o en la roca del promontoio, como es habitual en la zona. La antigua y pequeña iglesia románica de San Blas, con la nos enconramos, fue muy transformada posteriormente y sirve ahora de iglesia parroquial para esta parte del pueblo.