El trabajo en la tradición benedictina (I)

 

                        No son muchos los textos recogidos en la tradición benedictina sobre este  tema común. El trabajo se da siempre por supuesto. San Benito insistió en que cualquier trabajo es valioso por sí mismo. El trabajo compromete al monje en el trabajo continuo de Dios de creación y salvación. Los útiles o  herramientas de trabajo merecen la misma reverencia que los utensilios litúrgicos.

El trabajo es natural y necesario. Y es una forma de servir a Cristo con Cristo. No se debe pedir trabajar a nadie hasta el punto de llegar al agotamiento y a la infelicidad,  y se  debe ofrecer ayuda cuando una tarea resulta abrumadora. El trabajo  en que los seres humanos comparten talento y esfuerzo por una causa común es una forma de unirnos  en el Espíritu que a todos nos llama y cura.

San Benito y sus seguidores pudieron legislar serenamente sobre el trabajo, porque su preocupación principal no fue nunca ni la producción ni el consumo. Cada monasterio aspiraba a la suficiencia.

La falta de vocaciones jóvenes ha obligado en muchos monasterios actuales a extremar el esfuerzo y el trabajo de unos pocos, rompiendo el buen ritmo proporcional entre la oración, el estudio, el trabajo y el descanso.

Segundo Domingo de Pascua

 

La paz y el Espíritu

(Jn 20, 19-31)

Al atardecer
del primer día de la semana
-inicio de un un tiempo salvador-,
se presentó Jesús en medio de sus discípulos,
todavía con el miedo y la duda en el cuerpo:
La paz con vosotros.
La paz que, tiempo atrás, les había prometido,

tan distinta de la pax  que Roma había conseguido con la guerra. 
La paz del tiempo final,
última y definitiva,
que habían previsto los profetas Isaías y Ezequiel.

-Como el Padre me envíó –prosiguió Jesús-,
así os envío a vosotros.
Y soplando sobre ellos, como en una nueva creación:

-Recibid el Espíritu Santo…
Fruto primero del Resucitado,

el Espíritu que perdona los pecados,
trae la paz, vence a la muerte
y hace hijos de Dios.

Tomás  representa en esta escena catequética
a los muchos que habían de dudar,
buscando la cómoda razón de la evidencia.
Pero Jesús elogia al que cree sin ver,
guiado por la Santa Escritura y la fe comunitaria
hasta llegar a la fe del corazón,
que dice: Señor mío y Dios mío…
¡Mucho mayor que el Dominus et Deus noster,
como se le llamaba a Domiciano,

señor del mundo de aquellos días! 

 

Junto a la balsa de Ezkoriz

 

          Solíamos ir  a la balsa de Ezkoriz, o de Zolina, desde Zolina o desde Aranguren, por  caminos irregulares que suben y bajan entre campos de cereal, repartidos entre los valles y Valles de Aranguren y Egüés.

Hoy, viniendo de Pamplona, pasamos por Badostain para llegar al mismo lugar, una tarde del primer abril con muchas nubes y un bochorno templado, que anuncia calor y calima. La balsa, construida por la empresa Potasas de Navarra en los años sesenta para recoger las aguas procedentes de las vecinas explotaciones mineras de Subiza y Beriain, es un recuerdo azul del antiguo golfo o mar pirenaico de hace 40 millones de años, en el Eoceno medio, formadas calizas y margas de gran concentración de sal tras la retirada de las aguas primordiales. Es hoy también un importante humedal, elegido por 241 especies de aves para su descanso o refugio en varios períodos del año. Hoy solo sobrevuelan la balsa un par de milanos rojos, traídos y llevados por el viento del sur.

Subimos a la parte alta del  paredón septentrional que circunda la balsa, plantado de pinos que retienen el terreno y de unos rodales de acacias y arces de adorno, desde donde puede gozarse de la vista completa de la balsa, bajo la sierra lineal de  Tajonar y la sierra  bravia de Alaiz.  Por el camino nos acompañan las madrugadoras margaritas, las vivaces y humildes verónicas, las lechetreznas, los adonis vernales y las potentillas, y relucen de primavera los gallardos, aunque ásperos, cardos familiares: cardotas, cardos blancos, cardos marianos y cardos borriqueros.

Ardanaz nos deja ver la torre de su iglesia y sus casas más altas. El breve y altivo Lakidain,  bajo el castro y castillo de Irulegi y en frente del campamento romano. El palacio reconstruido de Góngora, con color de siglos, en el centro del  circo montañoso. Labiano arbolado y la ermita devocional de Santa Felicia. Las casas más al sur de Zolina y el expansivo Tajonar con nombre de sierra, con el castro Gaztelu, mostrándonos sus fosos del flanco oriental.

Hacia el norte, desde el acantilado de Malkaitz, bandera orográfica del Valle de Egüés, hasta el Artxueta y el escarpe de San Donato. En los últimos años, todo este inmediato  corredor se ha ido humanizando, con poblaciones jóvenes y prósperas, que están en la cima del bienestar navarros: Alzuza, Huarte-Pamplona, Gorraiz, Sarriguren, Badostain, Lezkairu, Mutilva…

Van y vienen itinerantes y sus mascotas por los varios caminos que unen los dos valles y Valles más tranquilos de la Cuenca de Pamplona, que parecen paisajes de una geografía antigua. Por nuestro sendero acaban de pasar dos bicicletas de monte. Desde la muchedumbre de casas lejanas se levanta como un clamor silencioso de vida. Y la tarde cansada nos anuncia una noche próxima, más misteriosa aún que la tarde.

 

 

Una piedad popular

 

                     Acabamos de ver, una vez más, el deslumbrante acontecimiento de las procesiones de Semana Santa en toda España. Hemos visto de cerca la desolación de muchas personas al no poder salir las procesiones de sus Cofradías por la lluvia persistente en algunos lugares. Aunque no sabemos el número exacto de esas Hermandades, se habla de unas 15.000, cifra que va a más, con cerca de tres millones de hermanos, muchísimos de ellos jóvenes, vinculados a  la manifestación más genuina de la piedad popular en nuestro país. Un pueblo que, apartado y silenciado tanto tiempo en las iglesias por la Iglesia, se echa a la calle para decir, a su manera, su fe, su esperanza y su amor a las señeras figuras evangélicas.

Solo la Hermandad de la Macarena, la más populosa de todas, suma 600 cofrades cada año, superando ya los 16.000.

Hace ya muchos años, desde el Concilio Vaticano II seguramente, la Iglesia no ha dejado de intentar encauzar todo este fervor en una pastoral de permanencia. certficada por una acción de formación religiosa y de justicia social.

Pero sería un error grave, un achaque más de clericalismo agusanado, imponer tutelas ancestrales  a la autonomía secular de esos llamados laicos, y que son la inmensa mayoría de los hermanos en la fe, y considerar las manifestaciones exteriores de la piedad popular meras excrescencias folclóricas de la sola e inmodificable liturgia oficial.

Los cinco castros de Miranda de Arga (y II)

 

                           Atravesando el pueblo, vamos hacia el sur, pasando cerca de donde vivíó un primo mío, y por un buen camino vecinal llegamos al pie de las torres de antenas, hacia el castro llamado El Alto hundido, a espaldas de los cortados en la orilla derecha del Arga. Nos cuesta un poco ubicarlo entre varios relieves de terreno, poblado de aliagas y tomillos. Vivo ya probablemente en el Bronce Final y con una extensión de 3.800 metros cuadrados, son muy visibles los fosos y fragmentos de muralla hecha de sillarejo y cantos rodados. Además de los habituales molinos y cerámicas, el arqueólogo puentesino encontró escorias de cobre y goterones de fundición, muestras evidentes de industria metalúrgica. Sus habitantes pudieron trasladarse al castro de El Castillo a mediados de la Edad del Hierro, cuando parece haberse extinguido el poblado. En el llano, al este del viejo castro, se encontraron restos de una villa rústica de época imperial.

Pasamos por el puente al otro lado del Arga y para llegar, en una de sus curvas, al término de San Gregorio, nombre del patrono de una ermita ya desaparecida y que da también título al castro, hoy irreconocible, donde se encontraron cerámicas del Hierro Final. Hoy ocupan su amplio espacio original una pieza de labor, un camino vecinal y varias huertas semi abandonadas, con cardos gallardos y algunos árboles frutales.

Desde nuestro observatorio privilegiado vimos el castro de Panadiago mejor que ningún otro, en un espolón escarpado, a 600 metros del río, bien aterrazado, convertido en tierra de labor. Las piedras del recinto amurallado fueron empleadas en su día para la construcción del corral Val de Villoco en el piedemonte. Cerámicas manufacturadas, molinos barquiformes y percutores de piedra mostraron señales de vida ya en el Bronce Final hasta finales del Hierro Antiguo. Carbones y cenizas indicaron un posible término trágico, lo que nos hace pensar en un traslado de parte de sus habitantes a otro poblado vecino.

Siguiendo en dirección norte, damos fácilmente con el quinto de los castros, Alto de Cabezaguarín, de una extensión parecida al anterior, en torno a 9.000  metros cuadrados, cerca de los arroyos La Sarda y San Gil, ahora también finca de labor, desmantelada ya toda estructura y defensa del poblado, donde se hallaron cerámicas manufacturadas y celtíberas, así como molinos de piedra. Procedente del Hierro Medio o Final, sus habitantes bajaron al llano en tiempo de Augusto, como en tantos otros sitios, por propia voluntad o por imperativo legal, como no se decía entonces. La estampa actual del viejo castro es un espeso pinar.

Si yantamos junto a la ermita, tomamos a media tarde un café en el Carranza, el antiguo Avenida de nuestros antiguos encuentros, a la sombra del palacio de los Colomo, hoy sede municipal. Hay un hervor festival en el mocerío sedente de la terraza. Y es que, nos dicen, son las Fiestas pequeñas. Es verdad: por eso está ahí el carromato de los chuches. Y en esto que llega el camión con la orquesta Pasarela a festejar la noche.

Y todavía con la bendición del buen sol y del buen cierzo de finales de marzo, por la carretera de Tafalla, volvemos a Pamplona.

 

 

Los cinco castros de Miranda de Arga (I)

 

              Este sábado final de la Cuaresma ha amanecido con todas las bendiciones del sol y del viento primaveral. Desde Mendigorría a Miranda de Arga vamos acompañando al río, junto a campos llanos blindados con postes de riego y, a uno y otro lado de la carretera, espinos y endrinos blancos; exultantes bandas de flores amarillas de mostazas negras, dientes de león, achicorias silvestres, cerrajas, potentillas…; las flores blancas de las mostazas claras, y en algunos regadíos, cardos levantados, así como cerezos y perales en flor.

Al llegar a Miranda, nos saluda, risueña, la torre mudéjar del Reloj sobre el Portalejo, con sus tres nidos de cigüeñas. Y por un laberinto de estrechas calles medievales subimos directamente hasta la explanada de la ermita de Nuestra Señora del Castillo, construida en el siglo XVII con las piedras del castillo medieval, hecho derruir a comienzos del XVI. Por una escaleras anchas ascendemos hasta la torre fusilera del tiempo de las guerras carlistas y muy renovada hace años. Está abierta, las paredes interiores con pintadas, y por una escala mecánica llegamos hasta arriba, desde donde, más o menos, identificamos  los otros cuatro castros que buscamos. Más allá, todo un abanico foral: Codés-Montejurra-Urbasa-Andía-Peña de Etxauri-El Perdón-Alaiz-Higa-Izaga-Pirineos-Bardenas…

Cerca, Larraga, encalada entre pinos; Artajona y su Cerco bravío. A nuestros pies, tierras blancas allende el río Arga, preparadas para la siembra del maíz y el girasol, un tercio de sernas, unas pocas casetas y un pequeño espacio de regadío clásico. El caserío alto de Miranda, de tejados color gris-pardo, que un día recorrí, calle por calle, para describir el pueblo viejo; y caserío bajo, rojiblanco y desperdigado, siguiendo al río y defendiéndose de él en sus habituales acometidas Al oeste de la villa, las quebradas pinosas, plantadas ahora de media docena de molinos aéreos. Y el cerrillo que nos sostiene, rico en ontinas y sisallos, donde todavía podemos ver, entre la maleza, las ruinas supérstites de uno de los torreones angulares del castillo, y el aljibe, que sirvió también a la tropa que custodiaba el fuerte en el siglo XIX. No nos cansamos de mirar en Miranda.

El castro “El Castillo”, “Alto o Cuarto de Moros”, estudiado, como los restantes, por Armendariz, debió de ser por su excelente posición, un centro de referencia comarcal y a él se acogieron, como veremos, algunos poblados coetáneos. En su entorno encontró, ya desmantelado por las obras del castillo, la ermita y el fuerte, restos de vajilla celtibérica.

Acabamos silenciosos ante las lápidas de cuatro sacerdotes del pueblo, cuyos restos descansan en una capilla  exterior adosada al flanco occidental de la ermita, ahora cerrada; entre ellos, José Miguel, que fue durante diez años, párroco de mi pueblo. Una escueta lápida nos separa de aquel torrente de vida y humor que era aquel hombre tan querido. Pero esta mañana bendecida de la primera primavera me da la clave de una cercanía mucho mayor.

Domingo de Pascua

           (Poemas del Domingo de Pascua: Cuaderno de bitácora desde 2006)

 

Pascua de 2024

 

Jesús, muerto, ha re-vivido.
Nadie sabe cómo ha sido.

 

Al morir, pasó a la vida
dentro de Dios: la intra-vida.

 

Pues, si Dios es quien nos crea,
el mismo es quien nos re-crea.

 

Demos gracias al Señor,
nuestro Resucitador.

Amigos y discípulos junto a la cruz

 

 (Poemas de Sábado Santo: Cuaderno de bitácora, desde 2006)

 

Amigos y discípulos junto a la cruz

(Mc, 15, 29-32; Mt 27, 39-44; Lc 23, 35-43; Jn 19, 25-27)

 

Marcos, Mateo y Lucas reproducen aquí, en términos sarcásticos,
la escena del Sanedrín con los mismos, protervos, autores.
Solo Lucas añade la burla cruel de los soldados,
pero al mismo tiempo contrapone
-evangelista de la compasión-
la compasión de uno de los malhechores,
crucificados a izquierda y derecha del Maestro,
y urde un diálogo improbable entre dos reos agonizantes.

Marcos, Mateo y Lucas nos hablan de tres mujeres,
María Magdalena, la otra María y Salomé,
y de otras muchas mujeres galileas
-a las que Lucas añade: todos sus conocidos-
mirando desde lejos
el tormento de Jesús, 

pues las leyes de entonces prohibían
hacer duelo a las familias de los reos.

Pero el cuarto evangelista,
llamado Juan, que no era el apóstol,
después de muchos años,
busca un hueco en el relato
para añadir su bella teología de la Iglesia naciente.
Y presenta a María, la madre de Jesús junto al discípulo amado,
el único fiel durante toda la pasión
-quizás solamente un símbolo-
para enseñarnos que de allí en adelante
María será la mejor discípula de su propio hijo,
nueva Eva y nueva Sión,
imagen del genuino Israel histórico,
madre desde entonces de la comunidad jesuana:
de la Iglesia que acaba de nacer.