La muerte de los niños

 

        Escribo a un viejo amigo tras enterarme de la muerte de uno de sus nietos más pequeños, Le recuerdo, como consuelo ante todo para mí mismo, que uno de los más convincentes argumentos para creer en Dios y en la otra vida -la vida que sólo Él puede darnos- es la terrible injusticia de la muerte de los niños, junto a otras grandes injusticias tan frecuentes en este mundo, que sólo tendrian reparación y explicación satisfactoria en una segunda vida mucho más feliz. Afortunadamente mi amigo no es un cristiano providencialista ignorante o ingenuo, de los que creen todavía que Dios hace esas barbaridades, o, al menos, las permite. ¿Podría decirse -escribía yo no hace mucho, citando a mi admirado teólogo Torres Queiruga y su libro sobre Dios y el Mal- que una madre permite el cáncer de su hijo? La fe adulta tiene que vérselas, como es sabido, con el poder de la Naturaleza -que no es Dios, lo diga o no Spinoza- y, cuyas leyes son implacables. ¿Cuántas víctimas no habrá hecho la ley de la gravedad? Y, sin embargo, ¡nadie blasfema contra la ley de la gravedad! Pero, en fin, mi consuelo ha sido mucho mayor, cuando mi amigo me ha enviado el poema en prosa-plegaria, que la madre del niño  leyó en la misa de Gloria, compartida por la familia en un templo de Pamplona. Trancribo sólo las últimas líneas, todo un testimonio conmovedor de fe, de amor y de belleza;

Todo este tiempo contigo ha sido  un regalo y un privilegio.
Hemos intentado corresponder a ese amor tan sincero que nos entregaste.
No pudiste recibir más besos en tan poco tiempo.
Te quiero con locura, mi vida.
Papá y tus hermanas también te adoran.
Sabenos que eres nuestro ángel de la guarda y que cuidarás de todos nosotros, y nos ayudarás a salir adelante fortalecidos.
Duerme, mi ángel.